11/06/2024 | Por Marielena Alzate C.

Nota de la Dirección: Por el justificado interés que ha despertado en todo el mundo la actuación del presidente argentino Javier Milei, tendiente a la recuperación económica de un país empobrecido durante décadas por políticas socialistas y populistas, acompañadas de una descomunal corrupción, nos complace ofrecer a los lectores este excelente ensayo de la doctora María Elena Alzate, distinguida jurista y juiciosa observadora del acontecer político y económico en el país austral.


“Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo,
lo ha convertido en su infierno”
Friedrich Hölderlin

Colombia hoy está transitando por los caminos que la Argentina empezó a desandar desde el pasado 9 diciembre, cuando asumió la presidencia de la nación un outsider de la política, el economista Javier Gerardo Milei.

Cuatro períodos de gobiernos populistas, signados por una consideración exacerbada de la preeminencia del Estado frente a los ciudadanos, expresada en el slogan “El Estado Presente”, llevaron al otrora próspero país austral a un desastre económico, social, cultural y moral de enormes proporciones; factores éstos mutuamente implicados que, aunque velados por un potente relato centrado en la justicia social, incidieron significativamente en el ánimo de la población; a tal punto llegó la desesperanza que, en encuestas en las que se pedía a los ciudadanos indicar en una palabra la emoción que les generaba la situación del país, el vocablo predominante en los últimos años fue “tristeza”, y, en efecto, se dice que las personas caminaban cabizbajas por las calles de pueblos y ciudades, aun de la llamada a ser más próspera, la capital, Buenos Aires.

«El Estado presente”, en lo económico, se tradujo en un elevadísimo déficit fiscal, cercano a 17 puntos del PBI, derivado de un gasto público que parecía no tener límites, pues los recursos básicamente provenían de la recurrente mala práctica de emisión monetaria —en el último período se emitieron 28 puntos del PBI—, a cargo de un Banco Central enteramente controlado por el gobierno, con la consabida consecuencia del incremento de la inflación, que en el año inmediatamente anterior superaba el 200% anual, situándose a un paso de la hiperinflación, lo cual le acarreó al país la ubicación en el deshonroso segundo lugar del ranking de los países con peor inflación en el continente americano, después de Venezuela. De otro lado, se registra la presencia de una cuantiosa deuda pública, incursa en cesación de pagos, que incluye condenas en juicios internacionales como la generada por la expropiación de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF)[1]. Todo ello, lógicamente, conllevó la pérdida de la credibilidad, el consiguiente incremento del riesgo país en términos de un altísimo costo del crédito, y la caída del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.

Un Estado sobredimensionado, manejado con desenfadada irresponsabilidad fiscal, con un gasto público cercano a 50 puntos del PBI; una obra pública atravesada por la corrupción en todos los niveles gubernamentales, incluidos los más altos (la expresidenta y exvicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner hoy se encuentra, por ello, condenada en primera instancia); un aparato institucional gigantesco con entidades y dependencias que no agregaban valor, pero que claramente respondían a una concepción ideológica; un empleo público multitudinario, poblado de activistas políticos, muchos de los cuales no acudían al lugar de trabajo ni cumplían tarea alguna —los llamados ñoquis—. Un Estado intervencionista que multiplicó exponencialmente las regulaciones y los impuestos, y que, aunque pretendía hacerlo todo, no aportaba nada en la práctica, se convirtió en una Caja multimillonaria, con recursos ilimitados para repartir, favoreciendo el crecimiento y la perpetuación de las estructuras políticas y el florecimiento de la corrupción.

No obstante, en los aspectos esenciales donde sí se requiere la presencia del Estado, como es el caso de garantizar la seguridad ciudadana y de administrar pronta y cumplida justicia, resultaba evidente la inactividad estatal. Se multiplicaron los robos, las lesiones personales, los homicidios, los saqueos, entre otros delitos que, en muchos casos, han quedado impunes, por no hablar del crecimiento incontrolado del narcotráfico en algunas regiones del país; por otra parte, se normalizó la realización de marchas o piquetes dirigidos por organizaciones sociales y sindicatos, ocupando las calles y las plazas públicas, sin el debido respeto por el derecho a la libre circulación de vehículos y peatones, derivando algunas veces en actos violentos contra las personas y la propiedad pública y privada. Tal estado de cosas se presentaba bajo la mirada tolerante de los agentes estatales, quienes al mismo tiempo asumían una actitud descalificadora respecto a la fuerza pública, inducida desde el gobierno con fundamento en la teoría Criminológica Zaffaroniana que reclama para el delincuente la condición de víctima, frente al papel de victimario que se atribuye al resto de la sociedad y al Estado.

En lo concerniente a otros aspectos sociales, al examinar la situación del Sistema Pensional encontramos que los Fondos de Pensiones Privados fueron íntegramente confiscados y su capital transferido al Fondo público pensional, donde se utilizó para el otorgamiento de pensiones sin aportes o con aportes incompletos a un gran número de personas (aproximadamente 4.000.000) y para la concesión de pensiones de invalidez cuyo número creció en forma extraña y desproporcionada con respecto al período inmediatamente anterior. Esto significó la quiebra del Sistema Pensional, ya de suyo afectado por el déficit de cotizaciones, no sólo por cuestiones demográficas, sino también por el aumento del desempleo y el consiguiente crecimiento del trabajo informal que hoy casi se equipara, en cantidad, al trabajo formal —situación propiciada por la existencia de un Régimen Laboral altamente garantista, que hace muy gravosa la contratación de trabajadores—. Se llegó así a un nivel de precarización tal de la calidad de vida de todos los jubilados, que su poder de compra quedó reducido prácticamente a la mitad, habida cuenta, además, del desmedido incremento de la inflación; actualmente la cuantía de la pensión mínima de los aportantes es casi igual a la de los no aportantes —típico caso de igualación por lo bajo—.

Paradójicamente, el exagerado gasto público en asistencialismo no se reflejó en los indicadores sociales, pues la cantidad de pobres ya superaba el 50% de la población, muchos de ellos trabajadores formales cuyo salario real cayó a causa de la inflación; el número de indigentes alcanzó una cifra cercana a 5.000.000 de personas; la calidad de la educación, muy permeada por un sesgo ideológico, entró en franca decadencia —un alto porcentaje de los estudiantes carecen de comprensión lectora—. En lo que respecta a la vivienda, los recursos que salían de las arcas públicas, destinados a su construcción o mejoramiento, no se traducían en obras; además, la inconveniente regulación de los alquileres desincentivó la contratación inmobiliaria y dio lugar a un estancamiento del sector, a lo que también contribuyó la desaparición de los créditos hipotecarios, propiciada, entre otras cosas, por la eliminación de los Fondos de Pensiones, que redujo drásticamente el mercado de capitales.

El referido desfase entre la magnitud de los recursos públicos asignados al asistencialismo bajo la modalidad de subsidios o planes sociales en dinero y en especie —bolsas de alimentos y/o comedores comunitarios que se contaban por miles—, y el beneficio real generado a sus destinatarios, evidentemente surge del hecho de haberse diseñado y ejecutado una estrategia para el manejo y la distribución de dichas ayudas a través de organizaciones sociales privadas dirigidas por activistas sociales y políticos en estrecha articulación con funcionarios del Estado, algunos empresarios, dirigentes políticos, y miembros de la Iglesia, como es el caso de los curas villeros; organizaciones éstas que, sin control alguno en su ejecución, recibían del Estado cuantiosas sumas de dinero, configurando así una especie de tercerización en el manejo de los recursos públicos, que incluyó mecanismos adicionales como el de los fondos fiduciarios, para educación, vivienda, obras públicas etc.

De tal forma, el negocio del asistencialismo, que manejaba miles de millones de dólares y se disfrazaba con un discurso sobre la pobreza, supuestamente altruista, en lugar de solucionar el problema de los pobres lo agravó, porque derivó en un mecanismo de opresión de los más vulnerables, atentando, en materia grave, contra su dignidad y su libertad —una especie de esclavitud moderna—, destruyendo, de paso, la cultura del trabajo. Esto se hizo mediante una estructura piramidal de corrupción, utilizada para fines políticos y de enriquecimiento personal. En efecto, los intermediarios de la ayuda social, ahora llamados comúnmente “gerentes de la pobreza” se quedaban con un alto porcentaje del monto de cada plan o subsidio, obligaban a los destinatarios de los mismos a marchar en múltiples actos políticos, a trabajar para ellos, y, obviamente, a votar por los representantes del partido, entregaban subsidios a mujeres a cambio de favores sexuales, adquirían alimentos para los comedores mediante licitaciones irregulares, vendían una parte de los alimentos adquiridos o recibidos, reclamaban fondos y alimentos para comedores inexistentes, y realizaban toda suerte de maniobras fraudulentas, reiteradas durante muchos años, todo lo cual es actualmente objeto de investigación en los estrados judiciales.

Tal situación parecía imposible de modificar; no obstante, sin que se dimensionara suficientemente su importancia y alcance, fue perfilándose el liderazgo de Javier Milei, un economista liberal libertario, como él mismo se presenta, quien decidió extender su actuación al ámbito político, trascendiendo la de divulgador de una concepción sobre la economía, el Estado y las libertades individuales, antagónica a las ideas estatistas y colectivistas puestas en práctica en el país durante mucho tiempo, de la cual se había ocupado por lo menos durante diez años, bajo el concepto de “batalla cultural” A tal efecto, creó el partido político “La libertad Avanza”, y, en un período de aproximadamente tres años, fue elegido Diputado Nacional y luego Presidente de la Nación. Con un estilo disruptivo y un discurso vehemente cargado de conceptos técnicos económicos sobre la forma en que, a su juicio, podrían solucionarse los graves problemas del país, especialmente el de la inflación, que afecta más a quienes menos recursos tienen, y siendo muy claro respecto a que el camino por recorrer no era fácil, logró captar la atención de un número creciente de personas, especialmente jóvenes. Fue así como descorrió el velo que opacaba la visión de la realidad argentina, y despertó las fuerzas que, de manera latente y difusa, informaban el espíritu de muchos ciudadanos, paradójicamente, en su mayoría, destinatarios de las medidas asistencialistas del Estado. Se comprometió a poner en orden la economía, bajando la inflación, a través del equilibrio fiscal, con una drástica reducción del gasto público; a otorgar a la población vulnerable la asistencia social necesaria para mitigar los efectos del estricto ajuste requerido en la corrección del rumbo económico, mientras pudieran crearse las condiciones de su incorporación al mercado de trabajo. También se comprometió a acabar con la corrupción, en general, y en particular con la implicada en el asistencialismo existente; a efectuar las reformas estructurales indispensables para devolver a los argentinos las libertades a la sazón restringidas y lograr la recuperación económica; y a poner en orden lo relativo a la seguridad ciudadana.

En tan solo seis meses de gobierno ha logrado inducir una tendencia descendente en la inflación, adoptando una pauta de rigurosa responsabilidad fiscal, que incluso ha permitido la generación de superávit; reducir el tamaño del Estado; mejorar las condiciones de seguridad, lo cual incluye el diseño y aplicación de protocolos para el control de las marchas y piquetes que perturbaban el orden público; identificar y denunciar múltiples actos de corrupción en todas las áreas de la estructura gubernamental y en la red de personas y organizaciones conformada alrededor de los programas sociales; suprimir la intermediación en la distribución de los subsidios, para entregarlos directamente a sus destinatarios, por un valor superior al que regía anteriormente; dinamizar el mercado inmobiliario con la eliminación del exceso de regulaciones sobre alquileres y con el restablecimiento de los créditos hipotecarios. Sin embargo, no ha logrado la aprobación en el Congreso de un paquete de normas indispensables para generar libertades económicas, propiciar la inversión extranjera, flexibilizar la legislación laboral, y profundizar y acelerar las medidas económicas puestas en marcha.

El gobierno de Milei ha enfrentado las restricciones propias del ejercicio del poder con un partido sin mayorías parlamentarias, sin un desarrollo regional suficiente, y carente de gobernadores e intendentes. Pero también, y fundamentalmente, tal como era previsible, ha tenido que lidiar con una férrea resistencia y permanentes ataques por parte de los dirigentes y activistas políticos que generaron y usufructuaron el desastre económico y social que le quedó como herencia y que, con gran determinación, se propone revertir. Muchos de ellos son los autores de los actos de corrupción que hoy salen a la luz. De otro lado, a pesar de que el ajuste fiscal ha agravado las condiciones de vida de los ciudadanos, por un término aún incierto, tal como lo es el resultado de las medidas para la recuperación económica, el gobierno mantiene un alto porcentaje de aprobación, que incluso se ha incrementado con respecto a los resultados electorales, siendo ahora “esperanza” la palabra que prima en las encuestas.

A mi juicio, la experiencia de la Argentina nos muestra las descomunales proporciones del daño que puede generarse con la aplicación de políticas económicas y sociales inspiradas en concepciones colectivistas y estatistas, instaladas en una sociedad a través de un discurso populista que irresponsablemente defiende el postulado según el cual donde surge una necesidad nace un derecho, ignorando la innegable limitación de los recursos y el carácter ilimitado de las necesidades; esto, aunado a la promoción de la creencia en que resulta válido y deseable ponerse bajo el manto, supuestamente protector, de un Estado omnipotente y omnipresente, en lugar de hacerse cargo de la propia vida y prosperar a través del trabajo, preservando al tiempo la dignidad y la libertad. No sólo la magnitud del daño se pone aquí de manifiesto, sino también el tortuoso e incierto camino que hay que recorrer para corregir el rumbo y revertir la catástrofe así provocada. Y no es dable afirmar que los países no se quiebran, pues quedó palmariamente demostrado que ese país fue destruido económica y moralmente; y tampoco cabe aducir que la situación depende de la debilidad o fortaleza de las Instituciones democráticas del país en cuestión, pues, en cualquier caso, como allí ocurrió, éstas pueden ser socavadas desde adentro hasta lograr un nivel de penetración tal que se requiera ingentes esfuerzos, mucho tiempo, y un altísimo costo social para recuperarlas, si es que ello todavía fuese posible.


[1] YPF. Esta empresa petrolera oficial fue privatizada y adquirida por la empresa española REPSOL. Posteriormente fue nacionalizada y la indemnización acordada a los españoles fue considerada insuficiente, lo que ha ocasionado las demandas correspondientes.