20/06/2024 | Por Armando Barona Mesa

A decir verdad, quizás lo que ha salvado al hombre de su propia destrucción y hastío es el destello de su locura. Digamos que el regreso a aquello que Erasmo de Rotterdam identificó como el “antro de Trofonio” —que era una especie de cueva—. Trofonio tenía un hermano llamado Agamedes y ambos fueron constructores del templo de Apolo.

La historia, tanto esta como todas las demás, por supuesto, es larga y abigarrada. Nunca ha sido la misma; y está plagada de locura. Y, ¿cómo se llega a la locura, cuando la sensatez parece imponerse por encima de ella?

Tal vez la historia más recordada de la mitología griega nos conduce a evocar a Zeus, enamorado como siempre de todas las doncellas. Sémele era hija del rey de Tebas. La intentó seducir y le dijo: Te daré lo que quieras bajo mi palabra de dios. Ella le dijo: Vale. Y se le entregó. Al instante ella quedó embarazada y le dijo al rey de los dioses: Ahora cumple tu palabra; y él le dijo: lo que tú quieras. Ella ripostó: entonces, bajo tu palabra, me dejas verte cómo eres. Zeus dijo entonces: ¡Imposible! No puedes verme como soy. Es tu palabra de dios, complementó ella y él no pudo negarse. Entonces su energía llenó la alcoba y ella se carbonizó. Zeus de inmediato extrajo de las entrañas calcinadas la simiente y la depositó en su propio muslo y allí, a los nueve meses, nació Dionisos, que significa el que nació dos veces.

Fue el padre del vino —nada menos— y del teatro, y… de la propia locura, con la que lo persiguió Hera, la celosa e irreductible esposa de Zeus. En realidad no se ve posible que el hombre haya encontrado un destino que redima en la propia locura; pero así ha sido, porque la realidad es demasiado dura. Y cruel.

Bueno, para no ir más lejos, recordemos aquella canción cuya música salió de la mente de Astor Piazzolla y la letra del uruguayo Horacio Ferrer. Bajo los acordes de un tango y entre los sonidos presentes del embrujo, el loco ambula por calles y horizontes en un avión imaginario y que solo tiene una golondrina por motor. Y urde el sueño y ve volar su espíritu, mientras los “locos que inventaron el amor” se solazan. Y luego, “Como un acróbata demente saltaré / sobre el abismo de tu escote / hasta sentir que enloquecía tu corazón de libertad… loco, loco, loco…”

Sí, somos locos los que hicimos posible que el amor surgiera de unos músculos entumecidos por un mundo agobiador de espantos, agonías y crueldades. El hombre fue un ser vencedor, pero igualmente vencido. Para que alguien triunfara otro debía perder. Y la pérdida o derrota lo condujo a las mayores desgracias y humillaciones. La esclavitud doblegó al mismo hombre, que pudo triunfar o perder, como que los dos extremos son parte de la vida.

Y es entonces cuando el vino, que siempre fue el compañero imprescindible, hace al hombre vivir al mismo tiempo el sueño de la poesía y por supuesto del teatro, incluida la tragedia. Es el destino trazado por las Moiras, hijas de la Noche —Cloto la hilandera, Láquesis la tejedora y Átropos la que cortaba el destino— que ejercen como elementos vitales e ineludibles de aquel diario vivir.

Resulta entonces a la postre fácil de entender que Erasmo tenía razón cuando resaltaba la locura como la gran interlocutora de ese mundo abisal, que es nuestro mundo opaco y cruel ordinariamente. De ahí que es imprescindible entender que el vino y la locura nos salvan y es mejor cantar y bailar la balada para un loco, que aquella canción que hiciera una muchacha de los años ochenta que se llamó a sí misma Nada Malánima, en la que existencialmente resalta el cansancio del caminar del sol… y de la vida.