Domingo 2/06/2024 | Por Pbro. Diego Alberto Uribe Castrillón

Hoy en muchos lugares avanza por las calles y plazas la solemne procesión del Corpus Christi. La fe de tantos, la que sostiene y acompaña la vida de esta patria tan bella se expresa con amor y alegría porque sabe que su Dios, el de la verdad, el de la vida, el de la esperanza, se hace caminante con su pueblo, avanza en una marcha pacífica y serena repartiendo consuelo y comunicando amor y alegría.

Pero en la semana que comienza está marcado en nuestros calendarios el Gran Viernes. Así resolvimos llamar un día especialísimo en el que las miradas se concentraban en el Corazón de Cristo y, liberado ese día de los trabajos y empeños, se acudía a la Casa de Dios para entregarle al amor de los amores la vida y las ilusiones de paz y de bienaventuranza de este pueblo tan amado. Pero pasado el tiempo, las leyes y normas decidieron que este encuentro orante que otras civilizaciones conservan y cuidan ya no se tuviera, justamente cuando las urgencias de la Patria son mayores y cuando sabemos que el único consuelo que tiene este sufrido país es la lámpara encendida de su fe, de una fe muy probad, de una fe que ha entregado heroicos testimonios de compasión, de misericordia, de servicio a la vida de Colombia.

No podemos entrar ahora a legislar sobre la constitucionalidad de un acto de amor y de esperanza, porque la discusión es inútil cuando se desconoce el profundo sentido de la expresión de la fe y cuando muchos corazones palpitan, no al acompasado ritmo amoroso del corazón del pueblo fiel sino al ritmo de las pasiones, de las ambiciones, de la turbulencia que provocan esas visiones dolorosas del mundo, esas ideologías que solo saben de destrucción y de provocación de amarguras.

Por eso este viernes deberíamos volver a pensar, y ojalá todos, cuánta falta le hace a esta patria un lapso solemne y sereno en el que se escuche una voz de alegría y de esperanza, en el que se silencien las detonaciones desesperadas de tantos ánimos exaltados para abrirle espacio a una reflexión serena y piadosa que nos devuelva la confianza en la grandeza moral y en los valores que siempre han sostenido las civilizaciones que se dejan iluminar por la fuerza de la verdad, por la alegría de la fe, por la cordura sublime de las virtudes, por la insistencia en la capacidad de perdonar, de amar, de escuchar al que sufre, de acoger el consejo del sabio, de discernir acompañados por la sabia experiencia de los que sí saben el arte de regir, de gerenciar, de coordinar, de gestionar vida y prosperidad.

Ese afán de acabarlo todo debe ser el resultado de una esclavitud a la que fue sometida una generación formada en el resentimiento, en la envidia, en la amargura. Por eso se respiran aires tan enenenados, por eso hasta evidencia que muchos corazones viven alucinados por el humo tenebroso de la violencia que cuide en tantas mentes, por eso hay tantos desquiciados que ni piensan ni razonan y que solo saben desmoronar y destruir la historia, los valores, las esperanzas y las ilusiones, como queriendo envenenarlo todo con el odio que circula por las venas mezclado a veces con un amargo resentimiento y con un anhelo perverso de borrarlo todo, hundirlo todo en el lodo de las desesperanzas.

Habrá que volver la mirada al Corazón de Cristo, sabiendo que en el corazón del pueblo sigue vivo el anhelo de comprender que el mensaje sereno de la fe y las líneas humildes y profundas del Evangelio pueden ofrecerle a esta humanidad un camino seguro y sencillo para reencontrarse con su vida, con su historia, con su identidad, con sus valores y virtudes; si volvemos a buscar el manantial de la esperanza, podremos ver cómo cesa “la horrible noche” y como se pueden romper las cadenas que hacen gemir la humanidad.

Que este Gran Viernes acudamos a la súplica y a la oración. Que dejemos a un lado este afán desesperado de destruirlo todo, de devorarnos en esta dolorosa lucha por los intereses y las ambiciones de corazones desquiciados por el odio, por la venganza, por la violencia. Que bueno fuera que desde las orillas en las que se han atrincherado los corazones se pudiera emprender un camino sereno y confiado hacia el corazón del pueblo, hacia el anhelo de paz y de concordia que sigue latente en el alma de esta espléndida porción de la humanidad que habita esta tierra tan bella y tan salpicada con la sangre de tantos hermanos y tan regada con las lágrimas de tantos sufrimientos.

Lo mejor que puede saberse es que en el centro mismo de la vida de este pueblo está vivo y palpitante el Corazón del Salvador. El sabe que los que lo quisieron desterrar del corazón de la patria lo hicieron porque eran esclavos de la muerte, de la ignorancia de los valores, de la auosuficienca que genera el haber leído los panfletos de la desesperación, de haberse embriagado en la amargura de los resentimientos, de haberse encerrado en los egoísmos que nacen del corazón de unos pocos resentidos que se olvidaron que en su cuna ya vibraban los eternos valores de la verdad y de la justicia, que se dejaron inyectar violencia y muerte y dejaron servido el banquete de las virtudes y de los valores eternos que sí saben de humanidad.

Colombia tiene corazón y ese corazón del pueblo aún confía en la fuerza de la esperanza y en la potestad infalible de la misericordia. El Corazón del Salvador sabrá perdonar la sevicia de los centuriones que no cesan de azotarlo, sabrá derramar sobre la llamarada de los rencores el rocío sereno que brota de la herida abierta del costado del Crucificado.

Él no necesita que se le diga lo que no se siente, como a veces solía ocurrir. El, el Corazón que nunca ha cesado de amarnos estará contento si sabe que le seguimos confiando la vida de este pueblo y le seguimos suplicando que no cierre la herida del costado porque por allí podremos entrar al camino de la verdad y de la vida que puede restaurar el corazón herido de la Patria.

Pausa en la Pausa

No vacilemos en seguir cantando “Salva, Señor Jesús, al pueblo colombiano que quiere ser tu pueblo, llamarse tu nación. En dulce paz o en guerra sosténganos tu mano y sírvanos de escudo tu Santo Corazón”. No vacilemos en rodear con el sublime tricolor de nuestra bandera el único amor que es capaz de convertir las espinas de su corona en una lluvia de rosas de clemencia y de esperanza. En vos confiamos, Sagrado Corazón.