7/06/2024 | Por: Jorge Emilio Sierra Montoya

La novela “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, sigue siendo, sesenta años después de haberse publicado, una de las obras más visionarias de las últimas décadas en el mundo, por anticipar, en gran medida, tanto el extraordinario desarrollo tecnológico, ahora con los robots de inteligencia artificial a bordo, como la sociedad postmoderna que ahora venimos enfrentando.

Pero, poco se abordan ahí, por parte de sus múltiples admiradores y comentaristas, los aspectos políticos, encabezados por su cuestionamiento al marxismo, expuesto en el marco de una original parodia de la sociedad comunista (nacida en Rusia en 1917, tres lustros antes de salir la novela), a la que condena de antemano en medio de burlas, sátiras y críticas implacables que, en su momento, habrán provocado el correspondiente impacto internacional.

En efecto, los dos personajes principales llevan los nombres de Lenin y Marx: Lenina y Bernard Marx, quienes son amigos, a su vez, de Engels y Bakunin, siendo Trotsky mencionado de paso, en segundo plano. Es como si los sometiera, en verdad, a un juicio público, identificándolos sin rodeos.

Y ni hablar del Estado Mundial, con el sueño sagrado del internacionalismo proletario como telón de fondo —“Proletarios de todo el mundo: ¡Uníos!”, recordemos—, en el marco de un Estado totalitario, universal, donde todos seamos comunistas de acuerdo con el profetismo marxista, sacado, a la fuerza, de Hegel.

Es el colectivismo marxista, además. Donde se impone la solidaridad y donde todos somos uno en todo, iguales, idénticos (a veces, gemelos), por la producción en serie de los seres humanos en laboratorios, convertidos en simples máquinas de trabajo para la producción, cual dictadura de los trabajadores, fieles a su actividad laboral, cualquiera que les hayan asignado desde la cuna o, para ser exactos, desde la probeta o el envase.

Es la obediencia total, colectiva, donde la individualidad desaparece por completo para cederle el paso al hombre masa, al pueblo y, en último término, al Estado, cuyo poder supremo se encarna en Ford, el nuevo Dios, a quien se rinde culto, ese culto a la personalidad, por medio de la propaganda, que catapultó a Lenin, Stalin, Mao, Fidel Castro, Chávez…

Para ello, se recurre al lavado cerebral, a métodos modernos como la hipnopedia y su grabación de mensajes en las mentes, desde la concepción del embrión hasta el fin de la existencia, cuando la muerte está programada, tanto como la ordenada a quienes no obedezcan, cuyo destino puede ser igualmente la cárcel o el destierro (a Siberia, por ejemplo).

De ahí surge, por último, la estabilidad social, según se proclama en el lema del Estado Mundial, que no debemos olvidar: “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.

¿Cómo no ver ahí la representación del estado soviético o ruso, que ha pretendido ser universal, como China comunista, transformada en la segunda potencia del mundo, ambos en alianza con otros países, incluso de América Latina? ¿Cómo no pensar en esto ante las críticas circunstancias que afronta nuestro país?