20/05/2024 | Nueva Revista | Por Steve Pincus

Para quienes siguen considerando la revolución de 1688 incruenta, aristocrática, Steve Pincus tiene una mensaje: «Subestiman el alcance de la violencia que se extendió por ciudades y pueblos de toda Inglaterra, cuando mujeres y hombres ingleses tomaron las armas para derrocar el régimen de Jacobo II»

Foto: Grabado de 1703 que muestra al rey Guillermo III y su esposa, la reina María de Inglaterra. Su autor fue Robert White y pertenece a la colección privada de S. Whitehead. La foto se encuentra en dominio público en Wikimedia Commons.

La Revolución de Inglaterra de 1688-89 fue la primera revolución moderna. Transformó Inglaterra (Gran Bretaña después de 1707) de manera radical y, al hacerlo, contribuyó en gran medida a modelar el mundo moderno. Antes de 1688 el Estado inglés, al igual que la mayoría de los gobiernos europeos, reforzaba la idea de que la prosperidad dependía de la tierra y de los productos de la tierra, tanto agrícolas como minerales. Después de 1689, una parte significativa de la población inglesa y una poderosa facción política defendían que la prosperidad dependía no tanto de la tierra como de las iniciativas de las personas, ya fueran en el campo de la producción como de la invención humana. En consecuencia, después de 1689 una parte importante de la esfera política inglesa trató de convertir a Inglaterra en una nación manufacturera. Antes de 1688, los reyes de la Casa de los Estuardo creían que su papel en los asuntos europeos era promover la causa de la monarquía y el orden social contra el doble peligro del republicanismo y el desorden. Tras 1689 los nuevos monarcas, Guillermo III y María II, defendían que el papel de Inglaterra en Europa era actuar como protector de la «libertad europea» —es decir, de las reglas de gobierno particulares adoptadas por cada sistema gubernamental— contra las fuerzas de la «monarquía universal». Como resultado de la Revolución de 1688-89, el Parlamento de Inglaterra, que había sido una institución episódica y principalmente judicial, se convirtió en un órgano permanente del Estado inglés. Antes de 1688 el Parlamento se había reunido de forma ocasional y breve, pero desde 1689 lo hacía cada año, a menudo manteniendo sesiones muy prolongadas. Desde entonces, el Parlamento se convirtió esencialmente en un órgano legislativo.

Una revolución ¿no revolucionaria?

A pesar de estos cambios evidentes y revolucionarios, la mayoría de los autores que han escrito sobre la Revolución de Inglaterra de 1688-89 la han descrito como una revolución «no revolucionaria», una revolución claramente inglesa, o como una acción de mero rechazo a un rey no inglés. Tras las revoluciones de 1848, tuvo gran repercusión la comparación que estableció el gran historiador del siglo XIX Thomas Babington Macaulay de los acontecimientos en Inglaterra en 1688 con las revoluciones europeas. Los ingleses, afirmó, solo estaban defendiendo la ley vigente, que se había visto amenazada por el rey Jacobo II. Otros autores han destacado el acuerdo manifiesto entre las clases dominantes inglesas para que Jacobo II abandonara el trono. Jacobo II se marchó, con buen criterio, cuando percibió que la opinión en los círculos más influyentes se había vuelto en su contra. No obstante, otros han hecho hincapié en el catolicismo de Jacobo II, sus intentos de promover por decreto la tolerancia religiosa y su empeño en desarrollar el Estado inglés, incompatible con los principios consagrados de Inglaterra.

Por muy convincentes que puedan ser estos argumentos, todos ellos subestiman enormemente el grado de transformación promovido por los revolucionarios de 1688. Subestiman el alcance de la violencia que se extendió por ciudades y pueblos de toda Inglaterra, cuando mujeres y hombres ingleses tomaron las armas para derrocar el régimen de Jacobo II. Estos análisis también subestiman tanto el alcance del apoyo a Jacobo II —que queda patente en las importantes revueltas contra el régimen posrevolucionario en la década de 1690, en 1715 y en 1745— como las profundas divisiones existentes entre los que se oponían a Jacobo II. Estas divisiones reaparecieron en una política profundamente partidista, en las luchas entre whigs y tories, que caracterizaron el siglo XVIII en Gran Bretaña. Aunque Gran Bretaña nunca volvería a tener un monarca católico, el régimen posrevolucionario promovió por ley la tolerancia religiosa y creó un Estado mucho más extenso y poderoso que cualquiera de los anteriores. La Revolución de Inglaterra de 1688-89 reunió todas las características de una revolución moderna: fue popular, divisiva, violenta e ideológicamente innovadora. Fue una revolución sobre la naturaleza del Estado, no una revolución contra el Estado.

Tories, whigs y el origen de la riqueza

Jacobo II, al igual que su hermano y predecesor Carlos II, estaba decidido a convertir Inglaterra en un motor comercial. Jacobo estuvo activo tanto en la Compañía de las Indias Orientales como en la esclavista Real Compañía Africana. También apoyó a la Compañía de la Bahía de Hudson en el comercio de pieles en Norteamérica. Para Jacobo, así como para su principal asesor económico, el director de la Compañía de las Indias Orientales Josiah Child, el comercio implicaba intercambiar los productos de la tierra. Su concepción del comercio era principalmente agraria. Como Jacobo y Child creían que solo la tierra podía producir riqueza, y la propiedad de la tierra era finita, el comercio era necesariamente un juego vicioso de suma cero. Lo que Inglaterra ganaba, lo perdían Francia, España y los Países Bajos. Esto implicaba que la intención de Jacobo era potenciar y ampliar el imperio de ultramar de Inglaterra. También implicaba que los terratenientes eran los súbditos más importantes del rey. En consecuencia, Jacobo trató de reducir la carga tributaria a las clases terratenientes inglesas gravando a las clases manufactureras y aprovechando la producción colonial de tabaco de lugares como Virginia, Maryland y las Carolinas, así como la producción de azúcar de Jamaica, Barbados y otras islas en las Indias Occidentales.

Steve Pincus: «1688. La primera revolución moderna». Acantilado, 2013

Otro grupo, dirigido mayoritariamente por figuras vinculadas al robusto sector manufacturero de Inglaterra en las áreas de producción textil, metalúrgica y cerámica —que serían conocidos como whigs a principios de la década de 1680—, desarrolló una concepción alternativa de la economía y del papel comercial de Inglaterra. Estos mercaderes, fabricantes, comerciantes urbanitas, y residentes en ciudades, argüían que la prosperidad no dependía de la tierra y los productos de la tierra, sino del trabajo y el ingenio humanos. Desde su punto de vista, puesto que la actividad humana —y no la tierra— era el factor clave, la riqueza era potencialmente infinita. El comercio podía ser cooperativo, en lugar de una actividad violentamente competitiva. Esta visión contó con un gran número de defensores en panfletos y periódicos; el más conocido fue el escritor whig John Locke. Las implicaciones de esta postura eran profundas. Los whigs argumentaban que el imperio era valioso para crear y abrir nuevos mercados para las mercancías producidas en Inglaterra, en lugar de para las mercancías exóticas que pudieran producir las colonias. Veían el futuro de Jamaica, por ejemplo, no tanto como una sociedad productora de azúcar, sino como un puerto que podía canalizar las mercancías producidas en Inglaterra a la América española. Los whigs defendían que los fabricantes ingleses y las personas que trabajaban para crear los productos textiles, de plata y vidrio de Inglaterra constituían el sector más valioso de la economía. Por tanto, abogaban por gravar la agricultura en lugar de la manufactura, y la tierra en lugar de los hornos, o chimeneas, utilizados en los procesos de fabricación.

El debate entre los defensores tory de la riqueza de la tierra y los defensores whig del sector manufacturero no era meramente intelectual. Los mercaderes, los fabricantes y los trabajadores se sentían cada vez más frustrados con las políticas de Jacobo II. Lamentaban su preferencia por las compañías comerciales monopolistas que comerciaban con los productos de la tierra. Se enfurecían por su disposición a gravar a los comerciantes y al sector manufacturero. En 1687 empezaron a financiar al estatúder neerlandés Guillermo III con la esperanza de que este pudiera mejorar su situación. Las sumas transferidas a las arcas de Guillermo en los Países Bajos fueron enormes. Muchos analistas creen que los donantes ingleses estaban aportando más fondos a Guillermo que el total de los ingresos anuales por todo el conjunto de impuestos ingleses.

El triunfo de Guillermo y María en 1689 representó una victoria para los whigs. El régimen revolucionario revirtió de inmediato las políticas fiscales de Jacobo II. El nuevo régimen creó un impuesto a la tierra y eliminó el impuesto a las chimeneas [1] del sector manufacturero. El régimen revolucionario suavizó las restricciones a la inmigración a fin de alentar la llegada de migrantes que aportarían mano de obra para el floreciente sector manufacturero de Inglaterra. Los whigs del régimen posrevolucionario enfatizaron de forma creciente la importancia de las colonias que consumirían los productos ingleses y podrían convertirse en una puerta de entrada para la exportación de esos productos a los territorios de otros imperios. Además, los whigs crearon una institución que transferiría la riqueza del sector agrícola, cada vez más agonizante, al sector manufacturero: el Banco de Inglaterra (1694). Los revolucionarios de 1688 transformaron Inglaterra de un país que dependía de los productos de la tierra a uno que apostaba por la manufactura para generar prosperidad. La Revolución de 1688-89 hizo posible la aparición de la Primera Revolución Industrial en el siglo XVIII.

Nueva política exterior y nueva guerra

La Revolución de 1688-89 también reorientó la política exterior de Inglaterra. Jacobo II, que alcanzó la madurez en los años que siguieron a la ejecución de su padre por parte del régimen republicano de Inglaterra en 1649, detestaba los gobiernos republicanos. Y admiraba la monarquía «moderna» que estaba forjando su primo Luis XIV. En las décadas de 1660 y 1670, Jacobo, por entonces duque de York, había apoyado las dos guerras de su hermano contra la República Neerlandesa, comandando buques de guerra en ambos conflictos. Como rey, Jacobo II persiguió una política de amistad y alianza tácita con Luis XIV. Estaba dispuesto a aceptar el poder francés en el continente europeo a cambio de tener mano libre para crear y ampliar el Imperio británico en las Indias Orientales y América. Al mismo tiempo, mantenía unas relaciones cada vez más tensas con la República Neerlandesa. En 1687, Jacobo había iniciado un gran despliegue militar y naval como preparativo para invadir los Países Bajos en el verano de 1688.

En cambio, la opinión popular inglesa temía el auge del poder francés bajo el reinado de Luis XIV. Los panfletistas, los redactores de periódicos y los baladistas ingleses [2] instaron al gobierno de Jacobo a emprender acciones para limitar la influencia francesa en Europa. Con intensidad creciente advirtieron de que Luis XIV buscaba monopolizar el comercio mundial e instaurar una hegemonía francesa. Muchas voces en Inglaterra señalaron que Luis XIV trababa de crear una «monarquía universal» respaldada por las políticas proteccionistas cada vez más agresivas de su ministro de Economía, Jean-Baptiste Colbert.

De nuevo, esto era mucho más que una guerra sobre el papel. En 1688 muchas figuras en Inglaterra empezaron a coquetear con los emisarios de los Países Bajos. En junio de 1688, siete destacados políticos ingleses enviaron una «invitación» a Guillermo para que acudiera a Inglaterra y conminara a Jacobo II a cambiar de actitud. Resaltaban la francofilia de Jacobo II como uno de sus principales agravios, mencionando que diecinueve de cada veinte personas en Inglaterra le apoyarían. Aunque aquellos Siete —llamados posteriormente los «Siete Inmortales»— que invitaron a Guillermo pudieron haber exagerado el alcance del descontento popular, los sucesos posteriores corroboraron su argumento. En otoño, cuando llegaron noticias a Inglaterra de que Guillermo se estaba preparando para viajar a Inglaterra con una gran fuerza anglo-neerlandesa, la gente se echó a las calles por todo el país. Hubo un levantamiento popular masivo a lo largo y ancho de la nación. Prácticamente todos los relatos que acompañaron estas insurrecciones populares y que han llegado hasta nuestros días instaban al régimen revolucionario a ir a la guerra para evitar la hegemonía francesa en Europa.

Después de 1689, el régimen posrevolucionario revirtió la orientación de la política exterior de Inglaterra. Mientras que Jacobo II había insistido en que la mayor amenaza para Inglaterra radicaba en la proliferación del cáncer republicano, los líderes del régimen posrevolucionario insistieron en que la mayor amenaza para Inglaterra residía en la posibilidad, muy real, de que los franceses alcanzaran la hegemonía en Europa. El papel de Inglaterra, sostenían, era proteger la libertad europea frente a la amenaza que suponía Luis XIV. Y mientras Jacobo II se preparaba para invadir los Países Bajos antes de saber que una fuerza anglo-neerlandesa llegaría pronto a Inglaterra, el régimen posrevolucionario declaró la guerra a Francia en mayo de 1689. Con esa declaración, Inglaterra inició un conflicto de un siglo de duración con Francia que no concluiría hasta 1815.

Garantes de la libertad europea

Por supuesto, entrar en guerra contra la mayor potencia de Europa y reorientar la economía de Inglaterra requirió enormes gastos estatales. A fin de sostener la guerra y la nueva dirección económica, los nuevos monarcas, Guillermo III y María II, confiaron en el Parlamento de Inglaterra para votar nuevos impuestos. Y, de este modo, transformaron el Parlamento. Hasta entonces, los monarcas ingleses habían convocado el Parlamento en raras ocasiones y casi únicamente para apoyar guerras o grandes iniciativas de la Corona, pero Guillermo y María sintieron la necesidad de convocar al Parlamento regularmente para respaldar sus nuevos y colosales empeños. Antes de 1688, el Parlamento se había reunido brevemente y por capricho de la Corona. Después de 1689 se reunía cada año, con sesiones cada vez más largas. Y mientras que antes de 1688 había aprobado unas pocas leyes, después de 1689 se convirtió en gran medida en un órgano legislativo, promulgando más y más leyes cada año. La Revolución de 1688-89, y las nuevas exigencias financieras impuestas al Estado por sus agresivas políticas económicas y de exteriores, transformaron el Parlamento que pasó de ser el tribunal de última instancia a convertirse en la institución legislativa de Inglaterra.

Los revolucionarios de 1688-89 crearon la primera revolución moderna de Europa. Transformaron de forma permanente la economía de Inglaterra, su política exterior y sus instituciones. Convirtieron Inglaterra de un país agrícola en un país manufacturero. Los revolucionarios defendieron que, para hacer de Inglaterra un motor de producción, debían convertirla en una nación de inmigrantes. Crearon un nuevo tipo de imperio que destacaba la importancia del consumo colonial, en lugar de la producción colonial. Y sostuvieron que Inglaterra tenía la obligación de proteger la libertad europea contra cualquier posición hegemónica.


[1] Nota del autor: Este impuesto (Hearth Tax) gravaba las chimeneas. Dado que en el siglo XVII casi todos los procesos de fabricación requerían calefacción (metalistería, cristalería, fabricación de tintes para tejidos, etc.), el impuesto de chimenea afectaba desproporcionadamente al sector manufacturero.

Nota de la redacción: Fue muy cuestionado porque a menudo implicaba la inspección del interior de las viviendas por parte de funcionarios o cobradores con autoridad legal para entrar en cada propiedad y comprobar el número de chimeneas. Tras la Revolución de 1686, fue derogado por el nuevo Parlamento inglés, ya que «no sólo suponían una gran opresión para los más pobres, sino un símbolo de esclavitud para todo el pueblo, exponiendo la casa de cada hombre a que personas desconocidas entraran en ella y la registraran a su antojo».

[2] Las baladas eran, a menudo, textos impresos, pero siempre destinados a acompañar a la música. Según comenta el autor, él mismo trabajó con un conjunto de música antigua para grabar las baladas de la Revolución de 1688.


Steve Pincus. Catedrático de Historia en la Universidad de Chicago. Su especialidad es la Historia de Inglaterra (siglos XVII y XVIII), estableciendo comparativas entre revoluciones y también entre imperios. Autor de ensayos como Protestantism and Patriotism o 1688. La primera revolución moderna y numerosos artículos como este que escribe para Nueva Revista.