2/06/2024 | Por Javier Bilbao | Ideas

La sustitución de las tradiciones y lealtades por un nuevo cuerpo ideológico

Veíamos la pasada semana cómo la implantación de los Estados-nación desde finales del siglo XVIII hasta, en algunos casos, comienzos del siglo XX (véase el caso de Atatürk en Turquía) requería una «invención de la tradición» para dotar de una nueva legitimidad a un poder que ya no era de origen divino y recaía en el rey, sino que encontraba su respaldo en la nación, de la que procede y a la que debe servir. Tales nuevas tradiciones se sustentaban en un sistema educativo ahora universal que cincelaba las conciencias en torno a una identidad nacional, monumentos que servían de recordatorio constante de qué tribu formamos parte y de ceremonias públicas que celebran eventos significativos de la colectividad (aniversarios de fechas fundacionales, victorias bélicas… etc.). Todo ello sirve, como decimos, para legitimar el poder estatal, el orden establecido, pero también dota de cierto sentido y significado a cada vida particular, pues así somos conscientes de nuestro lugar en el mundo, de nuestros valores, de qué nos es razonable esperar y a qué debemos contribuir con nuestro esfuerzo. En este aspecto ha sido un complemento (en ocasiones, sustituto) del fenómeno religioso, que satisface necesidades profundas del ser humano al dotarle de un sentido existencial, de una brújula moral y de esperanza ante la muerte y la adversidad; un fenómeno, eso sí, inevitablemente colectivo —con sus festividades, ceremonias, símbolos y templos— por mucho que desde la perspectiva laica/liberal se pretenda recluir al ámbito privado.

Pues bien, todo esto está sufriendo desde hace unos años una radical transformación. Hay una sensación muy extendida, aunque verbalizada de formas diversas, acerca de que, en cierta forma, el suelo se está moviendo bajo nuestros pies. Lemas políticos como «Make America Great Again» han logrado gran resonancia popular precisamente porque dan en el blanco de ese malestar contemporáneo: frente a un presente desconcertante, crecientemente incómodo, apelan a una época pretérita con un orden social diferente. Es significativo que fuera un lema usado originalmente por Reagan —evocando así los años ochenta— quien a su vez pretendía aludir a una sociedad estadounidense previa a los grandes cambios que la sacudieron durante los años sesenta y setenta. En España también nos encontramos con frecuencia ante mensajes similares, ya se trate de series, películas, documentales o memes que reivindican con nostalgia décadas previas donde la vida al parecer era mejor.

Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que se añora y cuál es la mutación de nuestros días que genera tanto desasosiego? No han faltado ensayos en los últimos tiempos que han analizado la cuestión. En El retorno de los dioses fuertes, el teólogo R. R. Reno sitúa las coordenadas en el desmoronamiento del consenso ideológico occidental que empezó a tomar forma a partir de 1945 y se consolidó a partir de 1968, cuando la memoria de los horrores de la Segunda Guerra Mundial impulsó a una huida de todo valor fuerte como Dios, patria o familia, es decir, «los objetos de amor y devoción para el hombre, la fuente de las pasiones y lealtades que unen a las sociedades», por la amenaza de confrontación que podían suponer, para ser sustituidos por valores fluidos, abiertos y elásticos, como la tolerancia, el culto a la diversidad o la autodeterminación individual (que culmina en escoger tu propio género).

Otro libro recién publicado, La derrota de Occidente, de Emmanuel Todd, considera que la destrucción de las clases medias conlleva el fin del Estado-nación en los países occidentales y particularmente en Estados Unidos, proceso acompañado de una vertiginosa secularización y aculturación que ha derivado en nihilismo: «la implosión por fases de la cultura WASP —blanca, anglosajona, protestante— desde los años sesenta ha creado un imperio desprovisto de centro y de proyecto, una organización esencialmente militar dirigida por un grupo sin cultura (en sentido antropológico) cuyos únicos valores fundamentales son el poder y la violencia. A este grupo se le suele llamar ‘neocon’». Por eso rechaza el paralelismo tan frecuente con el declive del Imperio romano, pues aquel vio nacer el cristianismo, mientras que ahora asistimos a la «completa desaparición del sustrato cristiano, fenómeno histórico crucial que explica la pulverización de las clases dirigentes norteamericanas». Todd especifica que se refiere al protestantismo, si bien podemos añadir que el catolicismo en España y en Hispanoamérica tampoco está pasando por su mejor momento…

Todo esto nos lleva al meollo de la cuestión: la sustitución de las tradiciones y lealtades tanto religiosas como nacionales por un nuevo cuerpo ideológico que algunos denominan neopagano, un agregado de causas y valores de inspiración progresista, vagamente conectado y a veces en abierta contracción. Sucedáneo claramente insatisfactorio en su empeño de aportar sentido comunitario y existencial. Fijémonos, por ejemplo, en el calendario de festividades, celebraciones y símbolos que ahora se nos presenta desde los poderes públicos. Desde hace una década en España el 8 de marzo se ha convertido en un evento colectivo de tal magnitud que parece que sostuviera la legitimidad misma del régimen. Alcanzó su punto álgido en 2018 y 2019, cuando solo en Madrid salieron a la calle a manifestarse contra el «machismo» unas 170.000 personas según la Delegación del Gobierno (las imágenes dejan poco lugar a dudas sobre su alcance). Era tal la importancia política del acontecimiento que, como recordaremos, en 2020 ante una pandemia ya desatada las autoridades, ajenas a cualquier principio de prudencia, prefirieron continuar con las convocatorias. Nada era más importante. Bien mirado, no dejaba de ser un sacrificio humano realizado en ofrenda a los dioses matriarcales, seguro que nos traería bendiciones, do ut des.

Algo similar puede decirse de la celebración del Orgullo Gay. Señalaba el humorista Norm Macdonald que, cuando él era joven, uno se sentía orgulloso de un logro, no simplemente de hacer algo que le gusta. Pero eso ya da igual. Convertido en un rito anual que no abarca ya un día, sino una semana o un mes, todas las corporaciones deben mostrar los colores del arco iris en su imagen pública e incluso los edificios institucionales tienen que exhibir su devoción hacia los nuevos ídolos, aunque aún queden reticencias. No es casualidad que haya representantes políticos que antepongan la bandera LGTB a la propia enseña nacional y que estas celebraciones de la orientación sexual busquen ridiculizar aquellas creencias que pretenden sustituir.

A estos dos hitos cabe sumar toda una pléyade de eventos en el calendario a menudo institucionalizados por la ONU, como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer y el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, que convierten al 25 de noviembre y al 11 de febrero respectivamente en una versión a escala del 8M. Tampoco podemos olvidarnos del Día Internacional de la Visibilidad Trans, que nuestra clase dirigente pretende hacernos creer que tiene alguna importancia. Hay igualmente un Día Mundial del Clima, 26 de marzo, aunque en líneas generales cualquier jornada calurosa en verano sirve a los medios para la propaganda climática. La periodicidad es en cualquier caso fundamental para hacer de todo esto nuevos ritos y mitos, nuevas tradiciones cargadas de pompa y solemnidad, pero carentes del significado profundo de aquello que anhelan suplantar. No es de extrañar, en consecuencia, que ante esta vacuidad contemporánea haya tantos que miren al pasado…


Javier Bilbao
Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.