26/05/2024 | Por Pbro. Diego Alberto Uribe Castrillón

Muchas veces se olvidan las fechas que hacen presente el heroísmo, la virtud, la gracia, la vida misma. Hoy hace 150 años nació en Jericó, Antioquia, Laura Montoya, elevada a los altares luego de una vida comprometida con aquellos que ayer y también hoy no cuentan en una sociedad ambiciosa, presuntuosa, en una cultura amiga de la lisonja y de la adulación, pero distante de los que no pueden alternar con la opulencia y la grandeza efímera de este mundo.

Sea la ocasión para pensar una vez más en la contextura humana de este pueblo nuestro, de este admirable mosaico de virtudes que, si se pudieran aprovechar para el bien, harían de este pueblo nuestro el pionero de las más nobles grandezas. Es allí donde surgen tantas iniciativas que son el resultado de este mestizaje admirable en el que fluyen por nuestras venas tantas culturas, tantas tradiciones, tantos valores. Entre las lumbreras del saber, de la ciencia, del arte y hasta del bien hablar y mejor escribir, surgen personas capaces de audacias bien originales y hasta polémicas, porque parecen adelantadas en el tiempo.

Entre ellas Laura es un ejemplo de audacia y de originalidad, nacida en ese eterno conflicto que nos agobia desde hace siglos, criada en ese doloroso peregrinar que la hizo desplazada y humillada hasta entre los suyos, pudo percibir la soledad, la tristeza, el abandono de tantos seres humanos, pudo entender que había que cambiar métodos y procesos para poder responder a la crisis de humanidad que se vivió en su tiempo, para poder acudir sin los dolorosos procederes del colonialismo al socorro integral de los pueblos nativos.

Pero para esto hay que formarse en unas corrientes que por ser eternas a veces se olvidan cuando la sociedad se pega de la última novelería, cuando no acogemos las intuiciones que, saboreadas en una original experiencia de contemplación, hacen que lo que parecía una ocurrencia de un puñado de aventuradas viajeras se convierta en un estilo de humanizar nuevo, sugerente, sin la presunción que tantas veces distinguió épocas en las que muchos consideraban inferiores y despreciables a los que no tuviesen alguno que otro cromosoma de las culturas europeas.

Hay que recordar además que la hazaña de Laura Montoya fue una especie de premeditación largamente saboreada en los caminos de una espiritualidad que sabía seleccionar fuentes, intuir luces y alcanzar propósitos que en algún pasaje de la Autobiografía de la querida Laura se describe con una graciosa referencia que veía a las consagradas de risco en risco sin los vericuetos venerandos de las clausuras monacales, conversando como san Francisco y como san Antonio con las criaturas, haciendo hasta pactos con criaturas tan complejas como las serpientes, tratando de redescubrir las Voces Místicas de la Naturaleza, aprendiendo que en las culturas hay semillas de eternidad y hay deseos de Dios y de esperanza.

Hay que saber que Laura Montoya Upegui tenía en su corazón una “sed” única, novedosa, tan parecida a la del Señor que, expirando en la cruz le había grabado en el corazón aquel “Sitio”, expresión latina que quiere decir “tengo sed”. Qué bueno poder recordarla hoy, haciendo memoria que luego, en los avatares de la vida, unas mujeres tan valientes como ella, asumieron curiosos liderazgos sociales, artísticos, poéticos, desafiando los prejuicios culturales y recordando que en las escarpadas breñas de esta tierra también florecen espíritus radiantes, misioneros y misioneras que saben que lo suyo es una suave conversación con el corazón herido de las culturas que pueden escuchar que Dios les ama, que también para ellos es la palabra fraterna del que no vaciló probar la dureza de una cuna en Belén, la palabra del que murió en la cruz.

Será poner a trabajar a Laura en la renovación integral de esta patria desvencijada, de este reino del caos y de la improvisación, de este afán de malgastar la vida y sacrificar la inteligencia por favorecer la implantación del odio, de la violencia, de la costumbre de vivir en medio de alucinaciones, de enclaustrarse en el castillo enrarecido de las ideologías, de las doctrinas perversas.

Ah dicha que, en vez de estar todos nosotros dando lora, de estar buscando pleitos inútiles, de estar atrincherándonos en el castillo de las vanidades humanas, se nos ocurriera mejor imitar a Laura Montoya, para conjurar las culebras cascabel que por ahí se mueven, para exorcizar las víboras que merodean en tantas partes.

Hay que aprender de la mística paciencia de las hormigas trabajadoras y hacendosas y pedirle al Buen Dios de los Trisagios olorosos a incienso que en este día en que resuena aquel Santo, Santo, Santo, no se nos vaya a olvidar que la niña nacida en Jericó sí que sabe de paz y de justicia, de fe y de reconciliación, de inclusión amorosa y de inculturación que evangeliza hablando de gloria con la cadencia de la creación.

Pausa en la Pausa.

En este Domingo de la Santísima Trinidad, que nos ayude Laura Montoya a recordar que su sesquicentenario no es solo una fecha, es el recuerdo de lo que puede hacer alguien que cree con fe y que sabe dónde hay que correr a ungir el corazón herido de Colombia con el bálsamo de la esperanza, del perdón y de la misericordia.