17/03/2024  |  Por Pbro. Diego Alberto Uribe Castrillón

Hace tiempo, cuando se entraba a la Casa de Dios se encontraba un singular signo que se volvió anuncio de la llegada de un tiempo especial para la humanidad: las imágenes estaban cubiertas con unos velos morados y sobre el retablo de nuestros altares mayores se extendía un gran velo en el que solo se destacaban los blancos cirios que acompañaban al Crucifijo que, también a veces aparecía cubierto. Oh sabia simbología que nos recodaba unas jornadas en las que la gente volaba a la casa de Dios para algo que se llamaba Ejercicios Cuaresmales.

Estos signos se han querido revivir y las jornadas de oración han vuelto a ofrecerse para que uno pueda mirarse en el espejo de la conciencia —que no miente—, para que todos nos demos cuenta de esa condición de fragilidad que tanto cuesta reconocer, para que miremos cómo toda existencia necesita poner en la balanza del corazón la vida, la compleja realidad en que vivimos, la urgencia de actuar con la mente iluminada por algo más intenso que los reflectores que la ciencia ha desarrollado. Es lo que deberíamos hacer todos en estos días tan cercanos a unas entrañables memorias que hablan de amor, de vida entregada, de sacrificio, de cruz y, finalmente de una luz radiante, serena y gozosa con la que se coronan los días de la Pasión del Señor; es una urgencia que tiene nuestra patria, nuestro mundo, nuestra propia existencia.

Si esto pudiera ocurrir en el contexto nacional, si nos detuviéramos unos días a mirarnos con sinceridad, a contemplarnos desde el plano más profundo de nuestro ser, a evaluar y considerar nuestra vida, seguramente nos podríamos dar cuenta que no todo está perdido, que hay tanta sabiduría para escuchar y hay tanta cordura para poder revisar la vida y para poder emprender un camino nuevo, para corregir las sendas extraviadas que se han querido recorrer desde el instante en que dejamos que la improvisación y el afán de gloria fueran los tutores de quienes deberían orientar la vida.

Cuando nos damos cuenta de que hace rato nos subimos en el tren equivocado, podemos evidenciar que la vida no puede estar jalonada por unas loco-motoras (así, separando las partes de la palabra) que alimentan sus calderas con el fuego de la amargura y con el carbón encendido del odio y del resentimiento. Hemos de reconocer que los vagones de este loco tren se han ido llenando de un cargamento de tristezas, de una carga de decepciones, de un pesado bastimento de retazos de corazones que quisieron inspirarse en la primera ventolera que leyeron en algún folletín tirado en el mimeógrafo de la violencia y del rencor.

Y hasta en no pocos ambientes se pensó que pensar la vida solo consistía en ver sin objetividad, en juzgar sin misericordia, en actuar sembrando envidia y amargura. Y se llegó a hablar de un raro modo de profecía para definir un modo de leer la vida que solo captaba las sombras, que solo condenaba, que nunca proponía una verdadera esperanza, que no anunciaba alegría y confianza.

Es por eso por lo que, justamente cuando empieza la llamada Semana de Pasión, convendría sacarle un ratico para mirar la vida con el telescopio de la prudencia que nos permite entrar en las lejanías de nuestro cosmos para no seguir leyendo el futuro con el zodíaco de unas estrellas que hace tiempo se apagaron, para no seguir sacando del agujero oscuro de una memoria acalorada tanto opio y tanto ajenjo. También convendría que nos miráramos con el microscopio de la sabiduría para reconocer que no podemos permitir que el bacilo de la inconciencia y las perversas bacterias de la irracionalidad y del descaro conviertan nuestras vidas y nuestra sociedad en un pretorio colmado de centuriones salvajes, en un sanedrín que reinventa las leyes, en una turba de letrados y fariseos que se gritan sus odios y que, por estar buscando la gloria y la fama terminan tejiéndole a la patria una corona de punzantes espinas.

Ah bueno fuera que en vez de seguir buscando qué destruir y que arruinar, esta humanidad volviera la mirada a la cordura, a la sensatez, a la inspiración saludable de todas las acciones en las páginas imborrables de la ley divina, a la verdadera justicia, a la serena y objetiva experiencia de mirarnos en el espejo de la conciencia para descubrir que, al lado de cada sombra y de cada grieta de nuestra vida hay mucha luz, hay corazones que piensan amando, hay memoria de cómo otros pueblos, otras realidades, pudieron corregir sus rumbos y pudieron ponerle reversa a la loco-motora que los llevaba al abismo, justamente cuando se estaban acabando los rieles.

Pero volvamos a la memoria. En estos días que preceden a la Semana Mayor había y ojalá hubiera ahora un movimiento delicioso y saludable: conseguir el “estrén”. Sí, con no pocos sacrificios se buscaba algo nuevo para estrenar en los días santos. Modistas y Sastres reservaban turno y era un encanto la tomada de medidas para que al repicar las campanas todo el mundo saliera estrenando alguna cosita. Es este el movimiento que ojalá pudiéramos volver a provocar. En vez de estar buscando modas estrafalarias en figurines viejos y de querer remendar la ropa vieja con implantes noveleros deberíamos permitirle al corazón una renovación integral de la conciencia, una saludable experiencia que nos permita purgar el alma de la patria tanta amargura para que podamos estrenar esperanza.

Busquemos, entonces, un tiempo de paz para que podamos corregir el sendero, para que le subamos el ruedo a las cosas que nos arrastran a la desolación, para que, mirándonos con más amor, recorramos con piedad humilde y con corazón abierto a la bondad, a la belleza, a la alegría los días santos que le ponían a la vida agitada de este mundo un freno saludable para pensar la realidad, unos espacios de paz para escuchar algún inspirado profeta que nos vuelva a decir que no todo está perdido mientras que haya encendida alguna lamparita, mientras que en el aire se respire el incienso de la serenidad, mientras que se puedan poner en el corazón unas ramitas del romero de la paciencia y unos azahares que nos regalen un poco de paz.

Pausa en la Pausa

Que en esta Semana de Pasión que prepara la Semana Mayor, no nos dejemos torear por la amargura, entremos en el recinto reposado de la reflexión, apartemos de nuestra vida tanto rencor y dejemos que el velo morado de la misericordia nos cubra tanta herida y nos permita acudir a la gracia de estrenar un corazón sin odio y sin espinas.