24/03/2024 | Por Pbro. Diego Alberto Uribe Castrillón

Un aire de festivo gozo hace que una bella expresión de Don Tomás Carrasquilla cobre vida en nuestras ciudades, pueblos y veredas: “Amanece aquel domingo con sol y cielo de gloria y venturanza; en que la Jerusalén celeste tiende, ab æterno, palmas y más palmas al Redentor Divino de hombres y de mundos” (Rogelio). Y es que es como un soplo de primavera el que le ofrece al mundo esta semana de tantas cosas bellas y de tantas expresiones de fe y de esperanza en una patria tan convulsionada y tan urgida de estas jornadas de silencio, de reposo, de reencuentro con la identidad de este pueblo que, a pesar de tantas cosas, sigue confesando una religiosidad cuajada de belleza y de esperanza.

Es que la Entrada de Jesús a Jerusalén fue en su momento algo impactante: cuando el pueblo de esos tiempos se había cansado de esperar un rey que abanderara la causa de la libertad, de la grandeza de unas tradiciones y de la identidad de la nación, de repente se estremeció la ciudad con un cortejo que, de lo puro curioso, aún cautiva la imaginación de nuestros niños cuando ver al esperado monarca jinete en un burrito se sorprenden de que la muchedumbre le cante Hosanna y lo aclame. El mundo sigue esperando que le llegue a cada patria, a cada pueblo un dirigente que al verle inspire confianza, que al saber que llega pueda ser acogido con alegría y no con el trepidante temor de estar regidos por esa confusa mezcla de tirano, déspota, corrupto y sátiro que retrata a tantos monarcas y soberanos de este mundo.

Mas la sorpresa no se quedó en la humilde procesión que extendía ramos de olivo y de palmera por las calles de la hoy convulsionada Ciudad Santa; el que llega aclamado por los últimos, los que no cuentan, no solo sacude el pesado caos del Templo sino que empieza a dejarnos lecciones esenciales para nuestra vida, porque nos va a recordar que su camino fue el de un compromiso radical y gozoso con la vida de la gente, con la formación de la conciencia de todos, con la ilustración de las virtudes a partir de ejemplos muy sencillos y de acciones contundentes. De estas lecciones tendremos noticia en esta Semana Santa, incluso cuando el Rey que hoy festejamos diga desde la cruz la palabra con la que comenzábamos estas tres letricas de cada domingo: Dios mío, Dios mío

Cuando todo es caos, cuando se nos agota la paciencia en debates interminables que quieren desconfigurarlo todo, cuando se empieza a colmar la copa de la paciencia al escuchar tanta incoherencia y al ver que muchos discursos y propuestas retratan la confusión de no pocas mentes, cuánto bien nos hará volvernos a inspirar en la serena humildad del Señor del Triunfo, en la cordura de su proyecto de humanización integral que sabe tejer la ilusión de un mundo en paz con la genial sugerencia de aprender a compartir, de saber perdonar, de abandonar el lenguaje pendenciero que enerva, descontrola y enloquece a los no pocos ingenuos que apenas ahora se dan cuenta de que erraron al confiar en corazones sin rumbo, en mentes sin lucidez, en un remolino de rencores y de amarguras en el que giran los despojos de la patria.

No se nos olvide que el destino del Humilde Rey, el rey de los desposeídos que lo hicieron su amigo, el rey de algunos potentados que como Zaqueo, Simón y hasta Mateo le hospedaron en su casa y le captaron de inmediato su propuesta de conversión, será doloroso, será un retablo de dolores y un horizonte coronado por una cruz en la que sigue ondeando para el mundo la única bandera que ha podido estremecer la historia, la única bandera que, al verla inspira confianza, que al seguirla nos colma de paz y de esperanza. El Rey reinará crucificado pero, después de que incline su cabeza, hará que la humanidad pueda ver rasgado el efod de lino de Anás y de Caifás, ver sepultada en la ignominia la clámide púrpura del corrupto Pilatos, ver la diadema de Herodes aplastada por la corona de espinas que cambió los rubíes y diamantes de los señores de ayer y de hoy por las joyas de la humildad y de la clemencia.

Bien cierta resulta la profética advertencia de Benedicto XVI hace casi veinte años: El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres. (Homilía al inicio del Pontificado, abril 24 de 2005). Qué lecciones se nos dan en estos días cuando el modelo del servicio se toma del Redentor Divino de hombres y de mundos inclinado amorosa y humildemente ante doce pescadores, cuando los olivos del Cesar de ayer y de hoy se tendrían que humillar ante el que en medio de olivos nos recuerda que hay que envainar la espada y hay que aprender a suplicar clemencia dejando que el corazón se lave, como el de san Pedro, con las lágrimas sinceras de quienes aprenden a reconocer que la inefable majestad de la virtud no se puede manchar con las salivas envenenadas de los soberbios y de los déspotas.

Ya nos encontraremos por calles y veredas al pueblo-pueblo cantándole esperanzas y agitando sus ramitas de palma y de olivo y levantando sus cruces de cada día al paso del único rey que ha sido capaz de reinar crucificado.

Pausa en la Pausa

Ah dicha que en esta semana se nos convierta el corazón y que en un receso de conflictos y de luchas, la humanidad entera que entre cadenas gime, comprenda las palabras del que murió en la cruz.