25/03/2024 – Fiesta de la Anunciación | Por Eugenio Trujillo Villegas | Director: Sociedad Colombiana Tradición y Acción | trujillo.eugenio@gmail.com

Con la celebración de la Semana Santa, la Iglesia Católica recuerda el más grande acontecimiento de la Historia, como lo fue la Crucifixión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

La piedad católica, a lo largo de dos milenios, generó innumerables tradiciones que recuerdan este suceso memorable, junto con una liturgia especial para recordar los hechos, de tal forma que nunca se olviden. En el mundo se realizan numerosas procesiones, algunas de ellas desde hace cientos de años, y se construyeron iglesias, santuarios y templos para conmemorar los trágicos acontecimientos de la Pasión del Señor.

Siempre será un misterio de la naturaleza humana, la explicación de cómo el mejor y el más santo de los hombres, que además era Dios encarnado en un hombre, pudo haber sido asesinado de esa forma tan brutal, por una minoría compuesta por hombres salvajes y llenos de odio. Igualmente, que una multitud de personas que habían recibido sus inmensos beneficios haya permanecido apática, indolente y cobarde, ante semejante injusticia.

Perseguido y crucificado por hacer el bien

Ese Hombre que fue muerto en la Cruz en forma ignominiosa, como si fuese el peor de los criminales, pasó toda su vida haciendo el bien. Durante su vida pública, toda la región lo llegó a conocer perfectamente, porque era imposible no saber acerca de sus milagros y de sus enseñanzas.

Allí estaban los que habían bebido el agua convertida en el mejor de los vinos. Allí estaban los leprosos que Él había curado. Allí estaban los paralíticos, a quienes mandó ir ante los sacerdotes del Templo para decirles que estaban curados gracias a su poder. Allí estaban los grandes doctores de Israel, a quienes siendo un niño les había explicado en el Templo que el tiempo del Mesías había llegado. Solo no les dijo que el Mesías era Él, porque ellos mismos debían llegar a esa conclusión al ver las maravillas que obró durante su vida.

Allí estaba Lázaro, uno de los hombres más ricos e importantes de su tiempo, el único al cual Nuestro Señor se refería como “su amigo”, y que a la vista de todos lo resucitó después de tres días de haber muerto. Fue precisamente su resurrección la que hizo que el sanedrín de los judíos decretara su muerte.

Allí estaban las multitudes que presenciaron la multiplicación de los panes y de los peces, y que lo seguían entusiasmados por toda Galilea, convencidos de que Nuestro Señor era el verdadero Mesías, pues veían todos los prodigios que hacía.

Era imposible dudar que aquel Hombre era el Dios verdadero, hecho hombre para nuestra redención, para el perdón de nuestros pecados y para llevarnos a la vida eterna.

Esas manos fueron las que hicieron el bien

¡Pero en vez de reconocer su santidad, su poder y su grandeza incomparable, ellos prefirieron matarlo! Y para humillarlo, antes de matarlo le ataron las manos. Esas manos que eran el instrumento del poder divino para hacer milagros.

Esas manos benditas fueron las que hicieron los milagros. Esas manos protegieron a su santa Madre durante toda su vida terrenal. Esas manos señalaron a los elegidos para ser sus discípulos. Esas manos escogieron a un puñado de hombres que salieron de las profundidades del anonimato, para ser los más grandes hombres de la Historia. Esas manos acompañaron a los que después de la muerte del Redentor proclamaron su divinidad y expandieron su doctrina por todos los rincones del mundo, convirtiendo a las naciones paganas y construyendo una nueva Civilización que perdurará hasta el final de los tiempos, como depositaria de un legado que no morirá jamás.

¡Esas manos, sencillamente hacían el bien! Pero el odio del infierno se ensañó contra ellas, para amarrarlas, para destruirlas y para que no pudieran seguir haciendo el bien. Y hasta hoy, esa misma maldad humana que pretende destruir en la sociedad todo y cualquier vestigio de bien, se manifiesta destruyendo todo lo que hay de bueno a nuestro alrededor. Esa maldad incomprensible aniquila personas, instituciones y valores.

Esa misma maldad es la que pretende destruir la Iglesia, para lanzarla en el proceso de auto-demolición que presenciamos en la actualidad. Esa misma maldad es la que pretende destruir la sociedad temporal, para imponernos todas las formas de perversidad que el espíritu humano es capaz de crear. Esa misma maldad es la que pretende asesinar en el vientre de su madre a los niños que no han nacido. La misma, también, que pretende con su mentira y su demagogia, que los hombres sean mujeres y que las mujeres sean hombres.

En fin, esa maldad es la misma que presenciamos en muchas actividades humanas de nuestro tiempo, que quieren abolir todo lo que es bueno, justo y ordenado, para reemplazarlo por el caos, por el desorden, por la lujuria y por el pecado.

Una maldad permitida por Dios que no desaparecerá nunca

Y también, esa es la misma maldad que en las diversas épocas hace de algunos hombres verdaderos entes salidos del infierno, que luchan por destruir la sociedad humana y sus obras realizadas durante siglos y milenios, para cambiarlas por infamias absurdas, por tiranías inaceptables, por sistemas de opresión y de negación de los más elementales derechos de los hombres, y que terminan convirtiéndolos en esclavos del pecado, de la miseria y de las más abyectas pasiones.

Esa es la maldad de algunos hombres de nuestro tiempo que se adelantan al Anticristo, que pretenden en su infame osadía destruir lo que ha tardado dos mil años en construirse. Ellos, en su locura y megalomanía, creen que lo pueden lograr, pero la realidad es que podrán tener triunfos efímeros y pasajeros, porque cuando pareciera que consiguen lo que quieren, siempre aparece Dios Nuestro Señor para desplomarlos y aniquilarlos apenas con su aliento.

Esa es la esperanza de los católicos verdaderos y de los hombres justos de nuestra época, que presenciamos el triunfo de satanás en sus más diversas formas. Pero tenemos la firme certeza de que Dios está con nosotros y jamás nos va a desamparar.