22/05/2024 | Ethic | Por Ramón Oliver

Mucho ingenio, mucho trabajo, una estructura formal reconocible y la capacidad para incorporar elementos cotidianos y la propia experiencia a la ficción fueron los ingredientes nada secretos —pero difíciles de unir en una misma creadora— que auparon a la creadora de Hércules Poirot al trono del género policíaco.

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Que la obra de una de las escritoras más prolíficas, vendidas y traducidas de la historia de la literatura naciera, literalmente, del aburrimiento parece un giro digno del final de una de sus novelas policíacas, género del que Agatha Christie (Torquay, Reino Unido, 1890 – Winterbrook, 1976) fue (y es aún) reina indiscutible. Pero es la propia autora de 10 negritosMuerte en el NiloEl asesinato de Roger Ackroyd y cerca de noventa notables novelas, obras de teatro y libros de relatos más quien en su autobiografía cuenta cómo de niña su madre le sugirió que escribiera un cuento para ayudarle a sobrellevar las largas horas de convalecencia de una gripe. Años más tarde, los certeros consejos de un escritor amigo de la familia, a quien la precoz autora había enviado su primera novela para que le diera su opinión, terminaron de perfilar los mimbres de un estilo que ya no la abandonaría nunca.

Agatha Christie es uno de esos nombres de la literatura universal que ha trascendido su tiempo, una marca que la gente reconoce sin necesidad de haber leído ni una sola línea suya. Sus récords de ventas la equiparan con Shakespeare o con la Biblia, y sus obras han sido adaptadas al cine o a la televisión en innumerables ocasiones (el último en ponerse en la piel de Hércules Poirot en una saga cinematográfica que lleva ya tres entregas, la más reciente en 2023, ha sido Kenneth Branagh) con regularidad, de manera que no haya posibilidad alguna de que los ecos de su genialidad caigan en el olvido.

Pronto se interesó por el género detectivesco, una fórmula cerrada y con reglas precisas en la que podían brillar dos de sus grandes cualidades como escritora: diálogos frescos y punzantes que brotaban con naturalidad de los personajes y una sorprendente capacidad para urdir complejas tramas a partir de detalles insignificantes y anécdotas caseras. En su juventud había leído a Conan Doyle, así que no es de extrañar que sus héroes tuvieran algo de Sherlock Holmes, como en generaciones posteriores tuvieron Wallander, Brunetti o Antonia Scott algo de Hércules Poirot o de la señorita Marple. Personajes sagaces, meticulosos, científicos y analíticos hasta el extremo, tanto, que a veces parecen alejarse de los patrones humanos.

Esa frialdad de sus protagonistas hacía que a veces al lector le resultara difícil empatizar con ellos. El truco del que se valía la británica para lograrlo era tan ingenioso como efectivo. Primero, dotaba a sus héroes de unos principios morales irreprochables. A continuación, se las arreglaba para que el lector no solo se quedara deslumbrado ante la inteligencia y capacidades deductivas de estos superlativos mineros de crímenes, sino que le dejaba participar del proceso convirtiéndole en ayudante aventajado del detective. Por medio de una sabia administración de la información, Christie sembraba sus páginas de pistas aquí y allá con las que daba a la persona al otro lado del libro la ilusoria impresión de que podría adivinar el siguiente giro de los acontecimientos, de que podría adelantarse incluso al genial detective. Algo que, por supuesto, nunca sucedía.

Ese reto constante que planteaba en sus obras, lo acompañaba con un gusto por lo exótico que enriquecía y daba colorido a la acción. Su propia afición a viajar a lugares remotos como Egipto, Siria o Irak, inclinación que tuvo oportunidad de poner en práctica en diversas etapas de su vida, especialmente a raíz de su matrimonio con su segundo marido, el arqueólogo Max Mallowan, la ayudaron a dotar a sus casos de ese componente adicional. Asesinato en Mesopotamia o Muerte en el Nilo fueron obras escritas en ese periodo.

Y todo sin renunciar al núcleo fundamental de sus historias, basadas en el planteamiento del enigma cerrado: un crimen cometido en un espacio reducido en el que todos los presentes son sospechosos. ¿Cómo conjugar hermosos parajes exóticos con esa trama estilo Cluedo? Christie usaba estos elementos como una especie de muñecas rusas en las que unas contenían a las otras sin llegar a interferir entre sí, como en Asesinato en el Orient Express, en el que el tren es un entorno asfixiante en movimiento rodeado de vastos y exuberantes paisajes.

Afición por los enigmas

Trabajadora incansable, Christie no necesitaba condiciones ideales para escribir, ni siquiera el cuarto propio (el literal, el metafórico de la independencia económica sí que lo tenía) que reivindicara su coetánea y compatriota Virginia Woolf para las mujeres escritoras. La de Torquay trabajaba (siempre a mano para los primeros borradores, que luego pasaba a máquina) en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia, incluso bajo las bombas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial, algo que explica su prolífica producción.

La creadora era una de esas escritoras de recursos que alimentaba su narrativa con las noticias cotidianas y con sus propias vivencias. Y no solo las de los viajes. Su experiencia como enfermera en la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, le permitió adquirir conocimientos de toxicología que más tarde transmitió a los villanos de sus obras con sorprendente exactitud científica.

Pero, como, al fin y al cabo, lo suyo era el misterio, también este se cruzó en su camino. En 1926 sufrió una extraña desaparición que sirvió para alimentar el mito. Su coche apareció abandonado en una cuneta y sin rastro de la escritora, lo que dio pábulo a todo tipo de especulaciones. Once días después, y cuando todo su entorno ya se preparaba para lo peor (era tendente a la depresión), la autora fue encontrada sana y salva, pero aquejada de un oportuno episodio de amnesia que le impidió aclarar lo sucedido. ¿Intento de suicidio?, ¿truco publicitario? Aquel fue, seguramente, el único misterio que el belga Poirot no llegó jamás a resolver.