22/05/2024 | Por Luis Guillermo Vélez Cabrera | La República

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Muchos han puesto el grito en el cielo por el documento recientemente divulgado donde el Gobierno Nacional y el ELN proponen instalar una mesa de participación para discutir una agenda de transformaciones sociales. La controversia se centra en el carácter “vinculante” de sus conclusiones, lo cual quiere decir que estas, según el texto citado, “se vuelven obligatorias para las partes y se convierten en políticas de Estado, políticas públicas, planes de desarrollo, planes de vida y otros instrumentos de planeación y ejecución en los territorios con veeduría social que garantice su implementación”.

O sea, la revolución por decreto, acordada por un yo (el gobierno de Petro) con otro yo (el ELN), todo intermediado por unas llamadas “organizaciones sociales” que pertenecen a los dos: todas son apéndices del petrismo o del ELN.

Desde hace meses hemos advertido que esta es una maniobra para imponernos por la puerta de atrás la famosa convención nacional elena, que siempre ha sido un prerrequisito de esa organización para adelantar diálogos de paz con el gobierno. Ahora, con el galimatías del “poder constituyente” en el aire, las circunstancias están más que dadas para que se materialice la sustitución de la constitución y la prolongación del mandato presidencial, todo en aras de la paz total.

El concepto “vinculante” es lo que hace que lo anterior pase de castaño a oscuro. Con esto cualquiera de las sandeces que provengan de estas organizaciones truchas será ahora obligatoria para las partes. O, mejor dicho, lo será para el Gobierno, porque la guerrilla por definición está por fuera de la legalidad. Así, por ejemplo, si la mesa de participación decide que hay que nacionalizar la banca porque eso contribuye al crédito popular el Gobierno adquiere no solo la potestad sino la obligación para hacerlo.

Con unas mesas de participación que controla y cuyos dictámenes a su vez le “vinculan” el petrismo habrá fabricado la para-institucionalidad perfecta para subvertir el estado de derecho consagrado en la constitución del 91. Ni a Diosdado Cabello se le hubiera ocurrido tal maravilla.

Las cortes tienen frente a este adefesio la última palabra. Desde el punto de vista jurídico, el problema es bastante sencillo de solucionar. El mandante no confiere a su mandatario más derechos de los que él mismo detenta. Por eso el Gobierno no puede acordar en una mesa de diálogo que va a obligarse a incumplir la Constitución y la ley.

Cualquier norma o política pública que el Gobierno acuerde está limitada por los parámetros legales que le cobijan. Esto quiere decir que el Gobierno no podrá cambiar la ley —eso es prerrogativa del Congreso— y solo puede actuar bajo los procedimientos administrativos que le han asignado, con las limitaciones presupuestales del caso y con los controles de legalidad a que hubiere lugar, incluyendo la potestad disciplinaria y fiscal de los entes de control.

Excederse sería una usurpación grotesca de poder. En la democracia liberal, que es la que existe en Colombia, la turba nunca está por encima de la urna.